El encaje de bolillos en España. Una artesanía ligada a la mujer
Rafael Guerrero Elecalde, Doctor en Historia en la Universidad del País Vasco (UPV/EHU), dedica su principal línea de investigación a las élites gobernantes de la España del Antiguo Régimen. Desde 1998 participa en grupos de investigación adscritos a la Universidad del País Vasco, así como en otros de carácter internacional. Asimismo, ha presentado los resultados de sus trabajos en diversos foros nacionales y extranjeros. Ha sido colaborador del Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia y actualmente es miembro del Consejo de la revista argentina “Prohistoria”.
Dirige LAUR Documentos, una empresa dedicada a ofrecer servicios de investigación histórica a toda clase de público: familias, empresas, investigadores, etc., con productos orientados a sus necesidades (biografías, genealogías, búsqueda documental, historia familiar, de empresas, etc.). Su premisa: “La Historia al alcance de todos”.
En los últimos post hemos hecho repaso a la biografía de grandes mujeres que dejaron huella, ya sea por haber desarrollado una destacada trayectoria profesional o por haber mostrado una encomiable defensa de los derechos de la mujer en una sociedad dirigida y establecida por hombres.
Sin embargo, este mes vamos a cambiar el rumbo de nuestro blog. A lo largo de la Historia ha habido numerosas actividades, trabajos y labores que han estado estrechamente ligadas a la mano de obra femenina. En la industria conservera o textil, por ejemplo, podemos encontrar a mujeres que merecen ser destacadas porque, aunque son anónimas para el gran público, fueron piezas principales para el sustento de la economía familiar y doméstica, así como también para relanzar la industria local o de la comarca.
Una de esas actividades ligadas a la mujer ha sido la elaboración de encajes de bolillos. Todos recordamos la imagen de la obrera encajera, que teje sola, acompañada de sus hilos en la puerta de su casa. Desde siglos, su aprendizaje se ha realizado en el propio hogar, transmitiendo las madres sus conocimientos a sus hijas, no variando su técnica en sus formas principales hasta nuestros días.
Y es que se trata de una antigua tradición artesanal que siempre ha resultado complicado determinar su origen. Aparecieron por primera vez hilos entrecruzados en los vestidos en las culturas antiguas de Oriente, siendo los asirios los iniciadores del encaje, tanto de aguja como de bolillos.
Los primeros encajes de bolillos, como tales, que se conocen son de finales del siglo XV. Su expansión por los países occidentales de Europa se produjo a lo largo de los siglos XVII y XVIII, cuando los encajes empezaron a ser lucidos, además de en los vestidos y en las prendas blancas, en la ropa de cama. Fueron muy populares por entonces, y buena muestra de ello son los puños y cuellos de los caballeros retratados por los artistas de entonces, como Velázquez o Van Dyck, así como en las mantillas de blonda, tan propias de aquella época.
En España, esta técnica contó de cierto prestigio durante el reinado de los Austrias, pero fue a lo largo del siglo XVIII cuando los monarcas se preocuparon de que esta artesanía no decayera, incluso prohibiendo, en 1753, la importación de todo encaje extranjero. Tradicionalmente han existido varios centros principales productores ubicados en diversas comarcas de Cataluña, La Mancha, Campo de Cartagena o Galicia. Repasaremos dos de los centros principales.
Almagro da nombre a toda la producción de bolillos de la región del Campo de Calatrava. Ya había una buena producción durante la Edad Media, pero fue a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI cuando la elaboración del encaje aumentó considerablemente a través de pequeños talleres artesanales. Este incremento coincidió con el establecimiento de la familia Fugger en dicha localidad, por lo que se les ha considerado como los introductores de esta técnica en la zona. A fines del siglo XVIII, el matrimonio formado por Manuel Fernández y Rita Lambert aglutinó la producción de la región y convirtió a Almagro en un importante centro encajero, llegando a emplear a más de 11.000 mujeres y niñas. Por entonces, se instaló allí procedente de Mataró Juan Bautista Torres, que introdujo las blondas para mantillas al estilo de cómo se elaboraban en Cataluña.
Por otra parte, en Camariñas, Galicia, existía una industria pujante de encaje de bolillos a finales del siglo XV, que fue desarrollándose de forma considerable hasta alcanzar su máximo esplendor en el siglo XVIII y, a finales del siglo XIX y principios del XX, continuó con gran vigencia, especialmente gracias a las exportaciones a América.
Puente del Puerto, es uno de los pueblos que conforman dicho municipio y según testimonios de 1914, en sus casas, “algunas de ellas verdaderas chozas de tosca piedra, oscuras y ahumadas”, estaba el primer centro de producción y venta de encajes de España.
En este rincón de Galicia se fabricaba todo tipo de labores. Su mercado se establecía de un modo regular y en un día determinado, normalmente los sábados. Allí, las aldeanas iban a los almacenes y vendían su labor de aquellos días pasados. El precio fue tan variado como lo fueron las innumerables clases de trabajo: desde la puntilla y el entredós de dos centímetros hasta las tiras de cerca de medio metro, con las que luego se hacían colchas, blusas, cojines, almohadones, etc.
Pero más allá de lo puramente comercial, el trabajo en el encaje representó también una forma de vida. Su manifestación más característica fue la “palilladas”, en torno a las que giraba toda la vida social y cultural del pueblo.
De este modo, a principios del siglo XX, las escuelas de encajeras se formaron en una casa particular a la que concurrían varias muchachas y mujeres de la aldea. La luz de los quinqués se costeaba entre todas, exceptuando tan sólo de esta contribución la hija o una de las hijas de la dueña del local.
Para traer agua a la palillada, barrer y fregar el suelo, se establecía entre todas un turno riguroso. Generalmente a las escuelas sólo concurren las muchachas, ya que las madres de familia, que tenían además que atender a los menesteres de la casa, palillaban en su propia vivienda, en los ratos que les dejaban libre sus quehaceres. Había reuniones hasta de treinta y cuarenta mujeres. Los novios aparecían también de noche a dichas reuniones y allí se hablaba, se cantaba, se reía y hasta cuando la autoridad municipal lo consentía, que no fue siempre, ni aun con frecuencia, para evitar las reyertas entre los mozos, se bailaba. En aquellas ocasiones no faltaron los panderos y se tocaban y cantaban por la jota camariñana y la clásica muñeira.
La época de mayor intensidad de trabajo fue el invierno, cuando se hacía encaje de día y de noche. En el resto del año, desde Carnaval a primeros de octubre, sólo se laboraba durante el día, dedicando la noche a pasear.
Los bolillos eran de madera de roble, pero también los había de marfil. La operación de liar en ellos hilo la hacían las mujeres gallegas ayudándose de un bramante con el cual imprimían al palillo un rápido movimiento de rotación. No usaban sillas y se sentaban en el suelo. El jornal medio de una palillera, en trabajo corriente, fue de unos seis reales diarios, pero cuando hacían algún dibujo nuevo pudieron llegar a cobrar hasta tres o cuatros pesetas, rebajándose el precio con la competencia, cuando las demás comienzan a copiar el dibujo preferido. Los trabajos de más fuste se cobraban por alzado y no por varas.
Los pagos a las aldeanas se arreglaban gracias a la consulta de un libro, de unas 150 páginas, titulado “Libreta utilísima para el negocio de compra-venta de encaje, por detallarse el importe de varas á cuartos y su producto y equivalencia á reales y céntimos, ajustada, por Norberto Noya Mira. Puente del Puerto, 1º Febrero de 1906. Santiago: Imprenta y litografía de José M. Paredes”.
Durante los últimos años del siglo XIX, las propias encajeras tenían que hacerse ellas mismas el hilo, aunque para 1914 ya compraban los hilos en ciudad de La Coruña, lo que abrevió mucho el tiempo de la fabricación de una randa de bolillo.
Entre otros, en Puente de Puerto tuvo su almacén, entre otros exportadores, el señor Miñones, que compraba encajes por cuenta de la casa de América “Peña y Seisdedos”. La historia de este empresario nos puede servir de ejemplo para todos los encajeros gallegos. A los 14 años se marchó a Cuba para recorrer varias provincias de las Antillas y así vender ambulantemente los encajes elaborados en su pueblo. Como la industria era próspera, al cabo de unos años volvió a la aldea con buena fortuna para casarse.
Más tarde, realizó otro viaje a La Habana para conseguir la representación de la casa comercial y comenzó a comprar por su cuenta grandes partidas de encajes producidos en toda la comarca. En su almacén, que tuvo muchas existencias, hubo toda clase de labores, pero sobre todo, por ser lo que más se fabricaba en Puente del Puerto, tuvo un gran surtido de puntillas. Lo curioso es que todos los encajes que enviaba el señor Miralles a Cuba llevaban una etiqueta de valencianos, exigencia de los compradores caribeños.
La pérdida de las colonias españolas en 1898, así como las guerras mundiales interrumpieron esta actividad comercial y su consiguiente producción, lo que la llevó casi a la desaparición. También debido a las transformaciones sociales, a la emigración y al poco valor que se dio a este tipo de labor.
Por suerte, el encaje de bolillos no ha desaparecido gracias al esfuerzo de particulares, asociaciones e instituciones que han dedicado esfuerzos para recuperar y realzar esta artesanía de gran valor cultural y que ahora también la podemos disfrutar en exposiciones, museos, muestras y ferias.
Fuentes: Nuevo mundo (Madrid). 14-11-1914; Cristina Roda Alcantud, “El papel de la mujer en la conservación y transmisión de las tradiciones en el Campo de Cartagena: el encaje de bolillos”, Revista murciana de antropología, num. 10, 2004, págs. 169-176; Concepción Canoura, Características del encaje de Camariñas, Diputación de La Coruña, 1996; Cándido Barba, El encaje de bolillos. Estudio etnográfico, Diputación de Ciudad Real, 1998; Manolita, Espinosa, El encaje de bolillo y blondas en la ciudad de Almagro, Museo de Ciudad Real, 1999.
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